lunes, 17 de enero de 2011

Perico el dos en uno

La infancia tiene maneras de ser, de pensar, de sentir, que le son propias;
nada mas insensato que pretender sustituirlas por las nuestras (Juan Jacobo Rousseau)
I
Perico era mi compañero de carpeta. Estábamos en cuarto año de la escuela primaria. Era un muchachito robusto de tez morena, ojos saltarines y mejillas como la granada. Su enorme cabezota cubierta de cabellos color azabache, mostraba dos remolinos; por eso y por lo chiquito le llamábamos “Perico, el dos en uno”.

Jamás  daba una buena lección y nunca presentaba sus temas, ni llevaba cuadernos. Unos pedazos de papel de programas teatrales y los lápices gastados, que los compañeros de clase le obsequiábamos, constituían generalmente los únicos útiles de que disponía.
Cuando el maestro revisaba los problemas de aritmética, dejados el día anterior, se pasaba de una sección a otra, se ocultaba debajo de las carpetas, o buscaba algún pretexto para salir. Si era sorprendido en una de estas maquinaciones, siempre encontraba alguna disculpa con la cual justificarse; disculpa que al culminar en un chiste hacía reír a todos los niños y aun al mismo maestro.


Otras veces, apenas le tocaba el turno de responder a una pregunta, se ponía a arañar el suelo, afanosamente, arguyendo que su lapizo alguna otra cosa se le había caído; al mismo tiempo que con la otra mano se complacía en pellizcar a cualquier niño sentado a su alcance.
Si el turno era mío, me sujetaba fuertemente del saco o de las arrugas de los pantalones, no permitiendo  ponerme de pie para contestar; mientras  él simulaba seriedad. Algunas veces con todas sus correrías comprometía a toda la clase y como ninguno se permitía señalarle, sufríamos el consiguiente castigo.

Durante las lecciones que el maestro explicaba, Perico hacia una serie de preguntas, que para responderlas el maestro tenia que abordar otros temas. Como estas preguntas-según el maestro- nos hacían perder insulsamente el tiempo, optó por callar a perico cada vez que intentaba hablar. Pero, nosotros observábamos que más tiempo perdía en imponerle silencio, que en responder a las preguntas.  Quizás por esta razón a la segunda pregunta, le hacia salir de clase. Entonces el maestro podía hablar a sus anchas. Y todos le escuchábamos las lecciones el más perfecto silencio aunque no las entendiéramos.
Así éramos más queridos, gozando de los títulos de “niños aplicados, disciplinados, respetuosos y hasta inteligentes”; epítetos con que el maestro solía arengarnos, mientras Perico se pasaba las horas cazando moscas y recogiendo flores de plantas silvestres, que solían crecer orillando el perímetro del patio escolar.

II
Cierta vez, que seguramente encontró agotados los motivos a que solía dedicar sus inquietudes, al ser despedido de clase, se marcho de la escuela y no regreso sino al día siguiente.
Inmediatamente que hubo llegado a la escuela, el maestro le encaró  con violencia, y después de propinarle una serie de palabrotas aplastantes, lo despidió para que volviera con sus padres.
Una señora humildemente vestida, y más humilde aun en su lenguaje, volvió con Perico. Era su madre. Aquella señora fue informada en forma alarmante de todas las faltas  que se le inculpaban a su hijo. Y entre sollozos que entrecortaban sus frases suplicantes y llenas de angustia, pidió al maestro que perdonara e hiciera todo lo posible por corregir a su querido hijo.
Las lágrimas de la madre fueron aprovechadas  por el maestro para apostrolar a Perico hasta la humillación y, aunque este no encontrara en su pequeña conciencia ninguna falta cometida, hubo de prometer que se portaría mejor.
La madre se marcho  Perico tomó su sitio en nuestra carpeta común haciendo una mueca de protesta.

En los días que siguieron, la clase se torno silenciosa, tranquila y hasta sombría. Algo faltaba, y es que la jovialidad de Perico, de ese Perico que inventaba chistes y cuentos, que hurdía travesuras y escudriñaba únicamente  lo que a el le interesaba en las lecciones, había sido ahuyentado, Solo se encontraba a mi lida un niño taciturno y enmudecido, con la mirada fija en el maestro.
Durante los recreos lo rodeábamos como de costumbre y le hacíamos innumerables preguntas; pero él apenas nos respondía con un monosílabo y las más de las veces, huía de nuestra compañía.

Un día le preguntamos al maestro acerca del cambio que se había operado en la conducta de Perico, y él nos dijo  que la lección recibida por aquel niño había sido muy dura con la intervención de la madre; pero había producido el efecto deseado y que se estaba satisfecho de haber conseguido corregir esa torcida conducta.
Efectivamente, parecía que el maestro estaba mas tranquilo y experimentaba un gran placer al tenernos frente a  él, sentados en la más absoluta pasividad; aunque tuviéramos nuestra imaginación vagando, ya en el próximo recreo, o ya en pos de almibaradas golosinas. Lo esencial era que estuviéramos quietos y sin hablar.

III
  Pasaron varias semanas, pero Perico seguía igual.
-¿Estará enfermo?-murmurábamos.
Su semblante se iba poniendo cada vez más lánguido y su condición de misántropo, también se iba acentuando hasta rayar en aversión por nosotros.
Constantemente permanecía como petrificado, y solamente cuando el maestro iniciaba sus lecciones, siempre con las mismas frases y palabras, su rostro se encendía y se mordía los labios.
Un día- fue el último que estuvo en la escuela-  apenas el maestro inicio su clase, púsose de pie y ante la estupefacción de todos nosotros, hablo de esta manera.
-Señor, ya sabemos todas esas palabras dice usted al principio. ¿Por qué no empieza usted la lección por otro lado?   

Semejantes observaciones de  labios de un alumno  jamás había recibido el maestro, de ahí que se quedara como anonadado  unos instantes; pero pronto reaccionó y sacándole al frente de nosotros le hartó de improperios, hasta volverse ronco.
  
Perico soporto serenamente, sin proferir una sola palabra de protesta, el desahogo colérico del maestro.
Enseguida fue despedido,  como en la vez anterior, para que volviese con su madre.
Al salir, nos miró con gruesas lágrimas en los ojos y con pasos resueltos se fue.
Más tarde supimos que, por temor al castigo de su padrastro, había huido de la casa. La madre le busco por mucho tiempo. Nadie supo donde se fue.

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