lunes, 25 de julio de 2011

"Los niños que fundaron un imperio"

                                                  Dibujo de Cristian Chiroque y José Medina

El anciano Apu y sus dos nietos vivían en la soli­taria isla, tranquilamente.
Aquella isla que parecía un pequeño oasis boyando en medio de las desérticas aguas del lago reciente, era sin embargo el único mundo conocido para sus tres habitantes.
Allí no les faltaba nada. La choza pintoresca, construida de barro amasado con techo de paja seca, los co­bijaba igual que un palacio señorial. Durante los días plácidos, silenciosos y solitarios, los niños solían dedicarse a sus juegos, corriendo a lo lar­go de las riberas perfumadas de fresca humedad, recogien­do piedrecitas de caprichosas formas y colores, las que coleccionaban para personificarlos en seres animados de vi­da, a través de sus juegos.
Otras veces escalaban, igual que los venados, las encrespadas cumbres de los cerros y se perdían entre los riscos, cogiendo flores silvestres o jugando con los cacho­rros de los zorros y de los pumas y con los pichones de los cóndores, con quienes eran muy buenos amigos; pues de ellos recibían magníficas lecciones pera luchar contra las contingencias de la naturaleza. El zorro les enseñaba mu­chos ardides, el puma la fortaleza de su temperamento y el cóndor les inspiraba a tener siempre la mirada puesta en horizontes inalcanzables.


Entre tanto el anciano Apu, silenciosa y paciente­mente, semana tras semana, mes tras mes, año tras año, sin faltar un solo día, desde las alboradas hasta las horas ves­pertinas, trabajaba una misteriosa construcción de bases megalíticas, en la parte más elevada de la isla, dirigida hacia la salida del sol.
Pero un día el anciano sufrió un accidente en el trabajo y enfermó gravemente.
—Hijos míos: antes de morirme quiero confiaros un secreto y señalaros un designio. Recordáis aquellos cuen­tos de pueblos misteriosamente desaparecidos de que os he hablado más de una vez? Pues bien, sabed que esos cuen­tos fueron historias verdaderas. Esta isla…estas aguas…aquellos lejanos cerros...hace poco menos de cien años, no existían. Había en cambio un gran río que desembo­caba sus aguas en un mar de ilimitados confines. A lo largo de las riveras de ese río había un valle, cuyas tierras fecundas y fructíferas, producían los más deliciosos frutos y frutas, y en donde vivían toda clase de animales. En un recodo bellísimo y abrigado de aquel valle amplio y si­nuoso, se levantaba una gran ciudad, con sus palacios  y sus templos monumentales, cuya fastuosidad no al­canza a describir mi reducido lenguaje, pero que la evoco como si ayer no más hubiera vivido en ella, no obstante mi menguada memoria. Esa ciudad era la capital de un Gran Imperio, cuyos dominios se exten­dían de un mar a otro, sin más límites que el cielo y las aguas.
—Los emperadores de ese Gran Imperio sabed hi­jos míos…eran mis padres, vuestros bisabuelos…            Los niños se sobrecogieron de asombro y gruesas lágrimas rodaron por las enjutas mejillas del moribundo abuelo.
Así las cosas, cuando ocurrió lo inesperado. Un día los hombres cayeron en pecado, abandonaron los culti­vos y los ganados, y se marcharon a la guerra como si tanta paz les hubiese cansado.
—Nuestro padre el sol se encolerizó y quiso cas­tigar el pecado de los hombres. Mandó a la tierra muchos dios de tormenta, al fin de los cuales, porque los hom­bres no se arrepintieron de su pecado y esperaron que pa­sase la tormenta para continuar le guerra, la tierra convul­sionó sus ígneas entrañas, crepitó su corteza y ésta se desgarró en jirones. Los cerros empezaron a caminar, las pampas temblaron, los ríos se estancaron, los mares sa­lieron de su lecho; en fin, las cumbres se hicieron quie­bras y las quiebras emergieron en forma de cumbres.
—Vuestros bisabuelos, el morir, me recomendaron que terminara de construir este edificio, que ellos empeza­ron. Este es un templo dedicado al dios Sol, por haber­nos conservado hasta el presente con vida; y es un monu­mento que debe perennizar la memoria de haberse salvado en este pedazo de tierra protegida por las aguas sagradas de este lego, nuestra estirpe y nuestra sangre...¡Continuadlo!
—Y cuando la hayáis concluido, habréis salvado a la humanidad del pecado cometido y habréis vindicado la religiosidad de nuestra raza.

Veis aquellos lejanas tierras? Pues bien, cuando hayáis terminado de construir el templo, el sol nuestro pa­dre, os brindará su mano protectora. Tomad este cetro, que es el único recuerdo que conservo de nuestros pode­ríos pasados. Tal vez podéis rehacer vuestro Imperio y recuperar vuestro perdido trono. Id a buscar a vuestro pueblo; quizás se encuentre vagando por aquellas lejanías, igual que la grey sin pastor. Mostradles el cetro, quien sabe aun os reconozcan. Pero antes...concluid el templo....
 Y las últimas palabras del venerable Apu fueron aho­gadas por los estertores de la muerte.
***
Desde ese día los dos niños vivieron abandonados a su propia suerte. Pero una intensa transformación se ha­bía operado en el alma de los dos.
Ahora ya no eran unos simples seres que se pasa­ban los días dialogando con los demás animales de la is­la. Se sabían seres superiores, descendientes de la aris­tocracia de un pueblo maravilloso destruido por las iras de Dios por pecador. Y tenían el designio de volver a ser reyes.
Durante los días trabajaban incansablemente el tem­plo y durante las noches se entregaban a profundas medi­taciones.
Así pasaron muchos años, hasta que llegaron a ser hombres. Habían terminado la construcción del templo y estaban dispuestos a salir en busca de los restos de su pueblo.
Él había acumulado en su mente, como fruto de sus meditaciones, una gran doctrina de paz, de progreso y de trabajo, sobre cuyos pináculos se erigiera el famo­so imperio de sus antepasados. Y ella hablase forjado un vasto plan para criar a los hombres de su pueblo.
Idearon la forma de poder salir de la isla y cons­truyeron una embarcación con juncos secos. Y, embarca­dos en una balsa dorada por los rayos del sol, navegaron hasta tocar las orillas occidentales del lago Titicaca.
Pero con gran dolor constataron que los pueblos ha­bían vuelto a la barbarie, que los hombres recorrían por doquier en hordas salvájicas, matándose y robándose, sin Dios y sin ley; y que todo estaba reducido a una behetría irremisible.
Y los dos seres predestinados no tuvieron más re­medio que volver a la isla, donde reanudaron sus medita­ciones, hasta que otro día volvieron a aparecer en la mis­ma orilla que antes tocaron.
El ideal de llegar a ser reyes les había inspirado e inventaron la leyenda de ser enviados por el sol para su­gestionar a las gentes.
Habían adornado su balsa dorada de juncos del mejor modo posible y ellos también se tatuaron con plu­majes de bellas tonalidades; y la aparición tuvo lugar en una blanca alborada, en que el sol saltando sobre las cumbres distantes, hacía estallar carcajadas de luces so­bre todas las cosas y el lago amatista sonreía frescuras inefables.
                                                                  Dibujo tomado de http://cuentosfabulasmitosyrelatos.blogspot.com

De este modo, la aparición tuvo contornos magnífi­cos y la impresión para las gentes simples y primitivas, fue verdaderamente extraordinaria y sobrenatural.
Desembarcaron en medio de místicas aclamaciones y fueron recibidos y tratados como enviados del sol.  
La poderosa arma de la leyenda inventada, había surtido sus efectos y los pueblos barbarizados no opu­sieron ninguna resistencia.
Allí, en aquel mismo sitio levantaron sus tiendas reales y el Kenko fue, desde entonces, la capital del nuevo Imperio Tiahuanacota.
***
Los dos seres predestinados, desde el Kenko ini­ciaron sus expediciones de reconquista; pero no expediciones de mano armada; aquellas eran expediciones santas, expediciones civilizadoras, expediciones redentoras, sin sol­dados de ninguna clase. La mística pareja recorría por to­do el Altiplano del Titicaca, predicando el bien, el traba­jo, la paz y la justicia, como Cristo mismo recorriera la Tierra Santa, predicando su doctrina salvadora de le hu­manidad.
De este modo el Imperio del Kenko inició sobre las tierras del Collasuyo (3) una era de progreso y de bienes­tar, cuya pujanza ha logrado resistir a la acción destruc­tora de los siglos y aun hoy mismo sus restos permane­cen impertérritos en Sillustani, en Cutimbo, en Ccachacca­cha, en Kellojani (4) igual que en el mismo Kenko.
Y la fama de los nuevos monarcas creció y creció, llegando hasta las más lejanas comarcas.
***
Un día los dominios del Kenko, fueron invadidos por una horda de salvajes provenientes del lado oriental del lago. Eran los Chunchos salidos de la región del Beni boliviano actual, que venían huyendo de otra horda que los había desplazado.
Los Chunchos se presentaron en la corte del Kenko, invocando amparo y protección, ofreciendo como presente buenas porciones de ají, condimento que usaban en su ali­mentación. El Gran Rey los acogió con la mayor benevolencia y prestó hospedaje a toda la tribu en un lugar determina­do, ofreciéndoles en cambio grandes cantidades de pa­pas para que se alimentaran.
Los salvajes vivieron en dicho lugar por algún tiem­po. Pero un día cometieron actos de latrocinio y pillaje en una población cercana y dejándola vacía y destruida, huyeron hacia el norte. La conducta de los Chunchos provocó la cólera jus­ta del Gran Rey y éste emprendió la persecución para cas­tigarlos severamente.
En el trayecto, las huestes del Rey del Kenko per­dieron el rastro y fueron a internarse en los dominios del Gran Asuancaro, quien los recibió cordialmente porque era conocedor de la fama de nuestro Rey.
Y unos días más tarde, los dos reyes, con sus res­pectivas tribus continuaron la expedición vengadora. Traspusieron los lindes del Collasuyo y la expedi­ción se internó en la quebrada, llegando al ubérrimo valle del Cusco, precisamente en los momentos más álgidos. Pues la pacífica tribu del Cusco había sufrido el inespe­rado ataque de los Chunchos y se encontraban en trance de ser vencida y reducida a la esclavitud.

Pero el Gran Rey del Kenko y el no menos Gran Asuancaro, dispusieron sus tribus para el ataque por la re­taguardia, y muy rápidamente fueron vencidos los salvajes del Beni. Ni un solo hombre Chuncho quedó con vida,
Luego hicieron pacto de amistad los tres reyes y a­cordaron confederar sus tribus bajo el mando de un solo rey a fin de formar un solo pueblo fuerte, capaz de resistir cualquier ataque.
Naturalmente todos reconocieron las superiores dotes del Gran Rey de Kenko y éste fue ungido con el man­do supremo de las tres tribus confederadas.
Así se cumplió el designio del último vástago so­breviviente de la aristocrática estirpe tiahuanacota, quien asumió el mando con el nombre de Mayco Ccapac y su mujer se llamó Mama Ojjllo. Y estos dos míticos héroes de la leyenda plantaron las raíces de la más grande y antigua civiliza­ción Pre-colombina de América, la del formidable Impe­rio del Tahuantinsuyo.

Tomado de "Los Niños que Fundaron un Imperio"  Serie Lectura para Niños, José Portugal Catacora, 1940.

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