Foto: http://labrujuladelazar.blogspot.com/2011/07/lampa.html |
Era en el reynado del grande y poderoso inca Mayta Capac. El inca conquistador por excelencia. El que había iniciado dominar a los aguerridos Antis (1). El que había consolidado la conquista de los indomables collas y aymaras de la cuenca del Titicaca. El que acababa de extender sus dominios hacia el mar, asimilando a los Caucas y Puquinas de la región de los Cuntis (2) al fundar el gran ayllo de Arequepay, detrás de las montañas que respiraban fuego.
Después de una larga y esforzada jornada, la caravana conquistadora alcanzó las primeras estepas del Altiplano, y de loma en loma y de llano en llano, saltando quebradas y contrafuertes, descendió hacia el lago Titicaca, hasta que una tarde tempestuosa, en que la lluvia y el viento libraban una batalla tremante de pugnacidad cósmica, arribaron a un paraje poblado de ciertos árboles que no habían visto en otra parte del camino.
Esos árboles parecían brotados a propósito para proteger de las furias de la tormenta a los ejércitos del Inca. Y los soldados se guarecieron debajo de sus follajes. Y el mismo Mayta Capac hizo que se instalara su litera junto al árbol más corpulento y de mayor copaje, donde permaneció el tiempo que duró la lluvia tempestuosa: observando que aquel árbol de troncos retorcidos a manera de nervudos brazos y piernas, de ramas y hojas rígidas y duras, de copaje adusto y escaso, y de formas caprichosas, permanecía impasible, sin que un solo movimiento leve imprimiese a sus ramas el viento que soplaba con terrible violencia y sin que una mísera hoja lograse arrancarle el granizo con que remató la tormenta de aquella tarde legendaria.
Cuando la lluvia y el granizo sucumbieron al pie del arco iris, que columbró sus siete colores de paz sobre les colinas próximas, y la tarde se cobijó bajo un celaje de nacer amarillento, hundiéndose lentamente detrás de las lejanas cordilleras, el Inca, después de rendir culto con los actos rituales del caso, al signo anunciador de la paz, decidió pernoctar en la samaña más próxima al lugar en que los había sorprendido la tormenta; con le finalidad expresa de que al día siguiente los sabios que iban en la expedición estudiarían aquel extraño árbol cordillerano. Pues las campañas incas no sólo tenían el objeto militar de conquista y hegemonía políticas; llevaban sobre todo un fin de redención social. Es por eso que cada ejército expedicionario estaba integrado de sacerdotes que predicaban la religión del sol; laycas que auguraban la suerte de los pueblos; acllas escogidas que enseñaban las artes domésticas a las mujeres; arawicus que cantaban al trabajo y al progreso, a la justicia y a la paz, a la belleza y el amor: amautas que difundían los principios notables del ama sua, ama llulla, ama quella; en fin, sabios de toda índole que estudiaban las posibilidades materiales y espirituales de los radios geográficos y demográficos sometidos.
Llegada la noche e instalados el Inca y su ejército en las tiendas de campaña levantadas en los alrededores de la samaña situada en el lugar que hoy se conoce con la denominación de Huaytapata (3). Mayta Capac ordenó que fuesen invitados los ancianos de las familias que habitaban los lugares aledaños para alternar con ellos y averiguar de esta manera lo que pensaban los naturales acerca de aquel árbol.
Cumplida la orden acudió a presencia del Inca un indio octogenario, quien respondiendo a las interrogaciones que se le hiciera, contó la siguiente leyenda de sentimental y enigmática inspiración.
—Esos árboles se llaman lampayas (4), representa al alma hecho materia viviente de un joven enamorado que vivió hace muchos años. Dícese que dos jóvenes pertenecientes a tribus enemigas, un día inesperado se conocieron y al punto se amaron entrañablemente.
Cuando Lampaya se enteró de la infausta desaparición de Cantuta, pretendió vengar su sacrificio declarando guerra a muerte a los Urinsayas. Pero Pilinco, el Apu tutelar de sus antepasados, al juzgarlo también culpable de haber amado a una mujer enemiga, lo transformó en el árbol cuyo origen misterioso muy bien habéis intuido; árbol mustio y solitario que mora estas frías regiones y que jamás podrá enraizar su vida junto a la de la bella Cantuta que florece en las tibias riberas del lago sagrado—terminó diciendo el octogenario indio.
Por la noche el General Huayta, noble militar de alta investidura que acompañaba al Inca en aquella expedición y que había experimentado una honda impresión con la maravillosa leyenda relatada por el octogenario nativo, tuvo un sueño.
Vio a Lampaya, el joven enamorado de la leyenda, vuelto a la vida. Lo vio desprenderse de uno de los vetustos árboles, animado de su primitiva forma humana, y en tono de misterio y con frases entrecortadas por profundas pausas le habló de esta manera:
—Los Collas traman una tremenda sublevación contra vuestro señor...Vos sois el hombre elegido por el padre sol para impedirlo…— Debéis quedaros en esta región para vigilar de cerca la conducta que observan los Collas… Si no seguís mis consejos daos por vencidos—Diciendo estas últimas frases con voz admonitora, volvió a reencarnarse en el árbol del que se había desprendido, cuando las luces del alba iluminaron la tienda del general Huayta, quien se despertó excitado y nervioso.
Inmediatamente se consultó a los Laicas y los sacerdotes sobre el significado de aquellos sueños. Y los sacerdotes y los Laicas pronosticaron que en ellos habría un fondo de verdad anunciadora.
Entonces el General Huayta invocó al Inca que le permitiera quedarse para cumplir con el designio augurado por sus sueños y, luego, como toda prerrogativa exigió que le cediera unas parcelas para establecerse. A lo que el Soberano le contestó en elocuente lenguaje nativo.
—Ari, campaj—Que dicho en términos españoles equivale a: Si, para tí.
De esta manera se quedó el general Huayta en la región de los Lampayas, iniciando la edificación de su residencia a poca distancia de la samaña donde todo esto ocurrió, sobre el pintoresco banco de tierra que actualmente ocupa la ciudad, cobijada al rescoldo de un ángulo formado por agrestes colinas con vista al poniente y a orillas de un río de cristalinas aguas que dan vitalidad y frescura a los bellos pastizales que lo rodean.
Así nació la ciudad de Lampa, apócope de Lampaya o tal vez derivado de Ccampajj palabra pronunciada por el Inca Mayta Capac, inspirada en la ensoñación de una leyenda tierna y amorosa del más puro sabor nativo; como primer ayllo residencial de la aristocracia Inca en el Collao, ya que el general Huayta hubo de trasladar a sus familiares y con ellos emigraron muchas familias más del Cusco; y como atalaya de penetración social y política del poderío Inca para vigilar a los pueblos Collas.
Cuando los españoles conquistadores hollaron el suelo del Tahuantinsuyo, arribando hasta la capital imperial, Lampa fue el lugar de asilo para las nobles familias desalojadas del Cusco por las hordas bárbaras de Pizarro. Cuando aquellos aventureros irrumpieron en el Altiplano, esas familias se refugiaron en las montañas de Paratía, entre los riscos donde se asienta las lluvias en los meses estivales. Y allí han permanecido durante los siglos transcurridos hasta el presente, conservando la esencia de su estirpe y su nobleza, de su espíritu y sus costumbres; en suma, de su cultura en toda su pureza y su vigor primigenios, aunque sumidos en le nostalgia de la evocación de las distintas épocas de bonanza que viviera el Imperio de los hijos del sol.
Una elocuente manifestación de aquella nostalgia vibra en la música lúgubre del Ayarachi (6), el canto de le muerte del Imperio de los hijos del sol, el canto que concita dolor y protesta al mismo tiempo.
NOTAS.-
1. Los habitantes de la región oriental del Tahuantinsuyo.
2. Los pobladores de los valles sureños del país, entre Moquegua y Arequipa, cuya lengua se refleja aun en el tonadilleo del habla de los campesinos arequipeños.
3. Lugar cercano a la ciudad de lampa donde se supone que se estableció primitivamente el General Huayta.
4. Denominación primitiva del árbol de le Queñua.
5. Flor símbolo de belleza del Incario que existe en las regiones bajas del Altiplano.
6. Música de enigmáticas notas, que el malogrado músico puneño Theodoro Valcárcel la estilizó en piezas de corte clásico.
Tomado de "Puno Tierra de Leyenda" de José Portugal Catacora.
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