viernes, 1 de junio de 2012

Lampa, en su aniversario

Foto: http://labrujuladelazar.blogspot.com/2011/07/lampa.html

Era en el reynado del grande y poderoso inca May­ta Capac. El inca conquistador por excelencia. El que había iniciado dominar a los aguerridos Antis (1). El que había consolidado la conquista de los indomables collas y aymaras de la cuenca del Titicaca. El que acababa de ex­tender sus dominios hacia el mar, asimilando a los Caucas y Puquinas de la región de los Cuntis (2) al fundar el gran ayllo de Arequepay, detrás de las montañas que respira­ban fuego.

Después de una larga y esforzada jornada, la caravana conquistadora alcanzó las primeras estepas del Altipla­no, y de loma en loma y de llano en llano, saltando que­bradas y contrafuertes, descendió hacia el lago Titicaca, hasta que una tarde tempestuosa, en que la lluvia y el viento libraban una batalla tremante de pugnacidad cósmi­ca, arribaron a un paraje poblado de ciertos árboles que no habían visto en otra parte del camino.

Esos árboles parecían brotados a propósito para proteger de las furias de la tormenta a los ejércitos del In­ca. Y los soldados se guarecieron debajo de sus folla­jes. Y el mismo Mayta Capac hizo que se instalara su li­tera junto al árbol más corpulento y de mayor copaje, donde permaneció el tiempo que duró la lluvia tempestuo­sa: observando que aquel árbol de troncos retorcidos a ma­nera de nervudos brazos y piernas, de ramas y hojas rígi­das y duras, de copaje adusto y escaso, y de formas capricho­sas, permanecía impasible, sin que un solo movimiento leve im­primiese a sus ramas el viento que soplaba con terrible violencia y sin que una mísera hoja lograse arrancarle el granizo con que remató la tormenta de aquella tarde legendaria

Cuando la lluvia y el granizo sucumbieron al pie del arco iris, que columbró sus siete colores de paz sobre les colinas próximas, y la tarde se cobijó bajo un celaje de nacer amarillento, hundiéndose lentamente detrás de las le­janas cordilleras, el Inca, después de rendir culto con los actos rituales del caso, al signo anunciador de la paz, deci­dió pernoctar en la samaña más próxima al lugar en que los había sorprendido la tormenta; con le finalidad expresa de que al día siguiente los sabios que iban en la expedi­ción estudiarían aquel extraño árbol cordillerano. Pues las campañas incas no sólo tenían el objeto militar de conquis­ta y hegemonía políticas; llevaban sobre todo un fin de re­dención social. Es por eso que cada ejército expediciona­rio estaba integrado de sacerdotes que predicaban la reli­gión del sol; laycas que auguraban la suerte de los pue­blos; acllas escogidas que enseñaban las artes domésticas a las mujeres; arawicus que cantaban al trabajo y al progre­so, a la justicia y a la paz, a la belleza y el amor: amau­tas que difundían los principios notables del ama sua, ama llulla, ama quella; en fin, sabios de toda índole que estudiaban las posibilidades materiales y espirituales de los radios geo­gráficos y demográficos sometidos.

Llegada la noche e instalados el Inca y su ejército en las tiendas de campaña levantadas en los alrededores de la samaña situada en el lugar que hoy se conoce con la denominación de Huaytapata (3). Mayta Capac ordenó que fuesen invitados los ancianos de las familias que habi­taban los lugares aledaños para alternar con ellos y averi­guar de esta manera lo que pensaban los naturales acerca de aquel árbol.

Cumplida la orden acudió a presencia del Inca un indio octogenario, quien respondiendo a las inte­rrogaciones que se le hiciera, contó la siguiente leyenda de sentimental y enigmática inspiración.

—Esos árboles se llaman lampayas (4), representa al alma hecho materia viviente de un joven enamorado que vivió hace muchos años. Dícese que dos jóvenes perte­necientes a tribus enemigas, un día inesperado se conocie­ron y al punto se amaron entrañablemente.

Ella se llama­ba Cantuta (5), y era hija del cacique de los Urinsayas que habitaban las orillas del lago sagrado, y él que respondía el nombre de Lampaya, era hijo del curaca de los Anansa­yas, pobladores de estas altas regiones. Cuando aquel amor prohibido fue descubierto por los parientes de los dos enamorados, gran disgusto se llevaron ambas familias. Y Cantuta fue instada por los suyos para citar a su amante en cierto lugar donde éste debería perecer en castigo por haberle cortejado. Pero ella negóse a aceptar tan innoble intención, por lo que sus parientes resolvieron castigarla con la muerte. Al consumarse la injusta inmolación, la sangre de la sacrificada salpicó la floresta que circundaba el sitio y cada gota transfiguróse en una linda flor de ro­jos matices, de delicadas formas y de fragancia arrobadora, como si en ellas se hubiese impregnado el corazón y el alma de la bella Cantuta.

Cuando Lampaya se enteró de la infausta desapa­rición de Cantuta, pretendió vengar su sacrificio declaran­do guerra a muerte a los Urinsayas. Pero Pilinco, el Apu tutelar de sus antepasados, al juzgarlo también culpable de haber amado a una mujer enemiga, lo transformó en el ár­bol cuyo origen misterioso muy bien habéis intuido; árbol mustio y solitario que mora estas frías regiones y que ja­más podrá enraizar su vida junto a la de la bella Cantu­ta que florece en las tibias riberas del lago sagrado—ter­minó diciendo el octogenario indio.

Por la noche el General Huayta, noble militar de alta investidura que acompañaba al Inca en aquella expe­dición y que había experimentado una honda impresión con la maravillosa leyenda relatada por el octogenario na­tivo, tuvo un sueño.

Vio a Lampaya, el joven enamorado de la leyenda, vuelto a la vida. Lo vio desprenderse de uno de los ve­tustos árboles, animado de su primitiva forma humana, y en tono de misterio y con frases entrecortadas por profun­das pausas le habló de esta manera:

—Los Collas traman una tremenda sublevación contra vuestro señor...Vos sois el hombre elegido por el padre sol para impedirlo…— Debéis quedaros en esta región para vigilar de cerca la conducta que observan los Collas… Si no seguís mis consejos daos por vencidos—Diciendo estas últimas frases con voz admonitora, volvió a reencarnarse en el árbol del que se había desprendido, cuando las luces del alba iluminaron la tien­da del general Huayta, quien se despertó excitado y ner­vioso.

Inmediatamente se consultó a los Laicas y los sa­cerdotes sobre el significado de aquellos sueños. Y los sacerdotes y los Laicas pronosticaron que en ellos habría un fondo de verdad anunciadora.

Entonces el General Huayta invocó al Inca que le permitiera quedarse para cumplir con el designio augura­do por sus sueños y, luego, como toda prerrogativa exi­gió que le cediera unas parcelas para establecerse. A lo que el Soberano le contestó en elocuente lenguaje nativo.

Ari, campaj—Que dicho en términos españoles equivale a: Si, para tí.

De esta manera se quedó el general Huayta en la región de los Lampayas, iniciando la edificación de su residencia a poca distancia de la samaña donde todo es­to ocurrió, sobre el pintoresco banco de tierra que actual­mente ocupa la ciudad, cobijada al rescoldo de un ángu­lo formado por agrestes colinas con vista al poniente y a orillas de un río de cristalinas aguas que dan vitalidad y frescura a los bellos pastizales que lo rodean.

Así nació la ciudad de Lampa, apócope de Lam­paya o tal vez derivado de Ccampajj palabra pronunciada por el Inca Mayta Capac, inspirada en la ensoñación de una leyenda tierna y amorosa del más puro sabor nativo; como primer ayllo residencial de la aristocracia Inca en el Collao, ya que el general Huayta hubo de trasladar a sus familiares y con ellos emigraron muchas familias más del Cusco; y como atalaya de penetración social y política del poderío Inca para vigilar a los pueblos Collas.

Cuando los españoles conquistadores hollaron el suelo del Tahuantinsuyo, arribando hasta la capital impe­rial, Lampa fue el lugar de asilo para las nobles familias desalojadas del Cusco por las hordas bárbaras de Piza­rro. Cuando aquellos aventureros irrumpieron en el Alti­plano, esas familias se refugiaron en las montañas de Paratía, entre los riscos donde se asienta las lluvias en los meses estivales. Y allí han permanecido durante los si­glos transcurridos hasta el presente, conservando la esen­cia de su estirpe y su nobleza, de su espíritu y sus costum­bres; en suma, de su cultura en toda su pureza y su vi­gor primigenios, aunque sumidos en le nostalgia de la e­vocación de las distintas épocas de bonanza que viviera el Imperio de los hijos del sol.

Una elocuente manifestación de aquella nostalgia vibra en la música lúgubre del Ayarachi (6), el canto de le muerte del Imperio de los hijos del sol, el canto que concita dolor y protesta al mismo tiempo.

NOTAS.-

1.    Los habitantes de la región oriental del Tahuantinsuyo.
2.    Los pobladores de los valles sureños del país, entre Moquegua y Arequipa, cuya lengua se refleja aun en el tonadilleo del habla de los campesinos arequipeños.
3.    Lugar cercano a la ciudad de lampa donde se supone que se estableció primitivamente el General Huayta.
4.    Denominación primitiva del árbol de le Queñua.
5.    Flor símbolo de belleza del Incario que existe en las regiones bajas del Altiplano.
6.    Música de enigmáticas notas, que el malogrado músico puneño Theodoro Valcárcel la estilizó en piezas de corte clásico.

Tomado de "Puno Tierra de Leyenda" de José Portugal Catacora.

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