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Autor: Arturo Peñaranda Acora, en la puerta de la casa paterna, el caballo Melgarejo y el perro Lobuno. Al fondo la Iglesia San Pedro. |
—Papá tenía hace tiempo un caballo
grande, muy grande. Le llamábamos Melgarejo.
Papá decía que le había puesto ese nombre porque era muy brioso, loco como
aquel general boliviano. Y tenía un color raro, calor ceniza, casi verde. Una
sola mancha blanca tenía sobre la cabeza.
Cuando aprendí a montar, Melgarejo ya
estaba envejeciendo y había perdido mucho sus bríos de antes; por esto se le
había dedicado para sillonera de mamá, ella lo quería mucho. Era el único caballo
que podía montar, sin que se espantara de sus enormes faldas i llevándome
abrazado.
Un día mamá se murió y desde entonces,
el caballo no se dejaba montar con nadie. Cada vez que alguien quería ensillarlo,
se entorpecía y no cedía, aunque papá lo estropeara hasta cansarse.
Pero una cosa rara pasaba con aquel
animal; mientras todos los de la casa le tenían miedo, yo me andaba por entre
sus patas sin que se espantara y lo montaba como a un burro manso. Me conocía
muy bien, basta mis silbidos los conocía, y sin necesidad de cabestro podía
pescarlo en cualquier campo.
Pasaron los años, durante los cuales
Melgarejo sólo se entendía conmigo. Después me vine al colegio. Y aquel viejo
animal, como si sintiera pena de no verme, no quiso volver más a la casa;
entregándose a una vida cerrera y abandonado a su suerte.
Todos los moradores del pueblo lo
perseguían por los daños que ocasionaba en sus chacras. Hasta papá, cansado de
tantas y tantas quejas que recibía a diario de partes de aquellos, varias veces
lo persiguió para darle un tiro de revólver; pero Melgarejo, como si su
instinto le anunciara el peligro, siempre se estopaba. Cierta vez lograron
cogerlo y maniatado lo despacharon a la feria de La Paz (Bolivia) para
venderlo. Y cuando papá creía que al fin había logrado deshacerse de la bestia,
que siendo suya no le servía de nada, Melgarejo volvió a presentarse en los
campos del pueblo, removiendo la protesta de los chacreros.
—¿ Y cómo había pasado el Desaguadero?
—interrumpió un niño, burlonamente.
—A nado. Sabía nadar muy bien
Melgarejo. Pues, cuántas veces había salvado la vida de papá, cuando embriagado
y caprichoso se metía en los ríos caudalosos que pasan por la finca—contestó
enfáticamente Héctor, y siguió su relato.
Pero ahora ya estaba completamente
envejecido. Y cuando llegó el invierno y los cebadales ajenos de que solía
alimentarse fueron cegados, se presentó una tarde en casa, mansamente. Papá,
extrañado por aquella vuelta inusitada, le examinó la dentadura y encontró que
el caballo había llegado a un estado de absoluta incapacidad para alimentarse
por su propio esfuerzo. Entonces ordenó que le colgaran del cuello un talego y
de allí se alimentaba solamente con polvillo de arroz.
Así llegó a vivir algún tiempo más,
durante los cuales, como si quisiera pagar con algo el sustento diario de su decrepitud,
se sometió otra vez al trabajo, en el trasporte de cargas livianas.
Pero a la larga, llegó a caducar
completamente; hasta que un día papá ordenó que lo ahorcaran. En esas circunstancias
llegó a casa un arriero y solicitó que se le proporcionara una bestia de carga
para llevar su equipaje hasta alcanzar a su recua, que ya estaba unos días adelante,
hacia Moquegua.
Papá vio en esa oportunidad una manera
insensible de deshacerse de la vieja bestia y pensando: "ojos que no ven,
corazón no siente", se lo ofreció al arriero.
El arriero se lo llevó consigo. Ya
llevaban salvada una jornada y a medio día de la segunda, al trasmontar una de
tantas cuestas de la cordillera, se asorochó Melgarejo.
El arriero le hizo sangrías y
sahumerios con yerbas secas, pero el animal no pudo caminar ni un paso más.
Entonces colérico y blasfemando sacó su revólver i le disparó un tiro, que sólo
le abrió una herida de raspetón en la cabeza. Le iba a disparar otro tiro,
cuando constató que solamente le quedaban dos balas previendo algún peligro por
el camino, se las guardó, luego de cargar su equipaje en su caballo de silla;
siguió su camino, abandonando a Melgarejo a merced de su propia suerte,
moribundo.
Pasaron algunas horas la pobre bestia
se reanimó un poco. Sintió una sed calcinante haciendo un esfuerzo supremo,
bajó a la quebrada en busca de agua. Llegó a un fangal rodeado de pasto verde;
En la parte central del fango se ofrecía a la
vista de Melgarejo, charcos de agua color de tornasol; pero no era sino
petróleo. Pugnó por llegar hasta allí ¡oh desdicha! cuando ya iba alcanzar el
ansiado líquido, sus cuatro patas se hundieron en el lodazal, como cuatro
estacas clavadas por el peso de su enorme cuerpo.
En aquel mismo instante apareció sobre
el cielo de la quebrada cordillerana un cóndor famélico y planeando, planeando,
bajó hasta el suelo. Melgarejo, ante la súbita presentación
de la muerte, sintió que su cuerpo, acostumbrado a las rudezas del trabajo, por
primera vez se le estremecía de terror. Y cuando el cóndor pretendió hincarle
la vida con su pico carnicero, invocó que le escuchara unos instantes. El
cóndor, compasivo, a la vez que seguro de tenerlo en la trampa a su presa, le
dejó hablar.
Melgarejo, en ese lenguaje en que sólo
se entienden los animales, contó su vida en pocas frases, i termino diciendo:
—Entre todos los seres de la
Naturaleza, el hombre es el animal más feroz. No solamente es malo con los
demás animales, sino que hasta entre ellos mismos se explotan y se matan.
Nosotras, las bestias, nos asediamos también, pero de frente; mientras ellos
acuden a los medios más terribles y ocultos para destruirse. Únicamente conocí
a dos seres humanos, bondadosos con los animales: una madre y un niño...
Al decir estas palabras, los ojos de
Melgarejo se cerraron para siempre. Y la otra bestia, el cóndor, antes que saciar sus apetitos con el cuerpo de la
bestia muerta, prefirió remontarse por el aire, raudo e impetuoso, como si
quisiera vengar los dolores por Melgarejo…
(De "Niños del Kollao" (1937). José Portugal Catacora rememora la historia de su caballo Melgarejo).
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